El mundo DC (durante la cuarentena) no es sencillo.
Aparecen “tics” nuevos. Los protagonistas son las manos y el barbijo, el
barbijo y las orejas, los anteojos y el barbijo. Y es entonces que nos vemos
desfigurados y sospechosos, ahogados en la propia respiración, acalorados y con
deseos de decir más de lo que se puede a través de ese filtro de trapo.
Escuchar más sería el desafío, pero todos hablan menos, así que no está nada mal
escuchar a los pájaros, un poco de música o el latir del corazón.
Párrafo aparte merece la niebla propia que nunca
supuse llevaría prendida en los multifocales hasta hacerme tantear el mundo, el
pequeño mundo que cabe en mis pasos. Cuando escucho hablar de un nuevo orden
mundial, me limito a sonreír. Es siempre el mismo orden de cosas, el orden
entre comillas que imponen las grandes urbes a los pueblos y ciudades más
pequeñas, los imperios a los menos desarrollados, los poderosos a los son nada;
es un orden rayano con la soberbia de creer que en ciertos lugares anida el
ombligo del progreso, y si de elevar el alma hablamos, el nuevo orden no es otra
cosa que el mismo desorden de siempre, pero con distintos rostros, elementos y
dificultades.
Tengo la sensación de que la ciudad en donde vivo,
creció, o es que todos salimos a la misma hora a hacer las mismas cosas con los
mismos recaudos y similares palabras a la hora de comunicarnos y parecemos muchos
más de los que éramos AC (antes de la cuarentena). H
oy DC (durante la cuarentena) fui al correo, tenía
que despachar unos libros. Después de congelarme un rato, a dos metros de
distancia de una señora que también esperaba para entrar, un agente no sé bien
de qué, muy amable, con un spray sanitizante (palabra inventada, con amplia
recepción) o sea, un spray con agua y alcohol, me roció las manos antes de
entrar a las oficinas del correo. Me hubiera sentido como una cucaracha, pero
soy solo un ser humano.
Ya adentro, esperé que varias cosas: que la señora
que atiende fuese al baño, que el señor que atiende fuese a no sé dónde, y que
ese no sé dónde estuviese un poco más cerca, porque tardó bastante.
Al momento
de hacer el trámite, la señora que me atendía me dijo con amabilidad que el
paquete que iba a despachar debía llevar doble cinta cruzada, le pedí que por
esta vez me excusase, ya que volver mañana me sería muy engorroso. Con esmero
cruzó varias cintas scotch en el sobre, y se puso a hacer la papelería. Cumplí
con las formas de un formulario donde expresaba con nombre, apellido y número
de documento que iban tres libros con destino a Banfield. Lo mejor de todo viene
ahora. Con suficiencia, la empleada postal me dijo que apoyase mi dedo índice
sobre un aparatito que tenía una luz verde poderosa, leería mis huellas digitales.
Hay dilemas que no solo son existenciales por ser
profundos, hay dilemas estúpidos que generan dudas acerca de la existencia;
esto último fue mi caso.
La empleada me miró, dudosa, y tras los anteojos,
me dijo:
—Señora,
ponga el otro dedo.
Luego, me volvió a mirar, y con cara de pocos
amigos, volvió a decirme:
—Señora,
ponga sobre la luz verde el dedo anular, o el gordo o el dedo chico, porque no
me toma la huella.
Después de varios intentos fallidos, me miró con
mucha extrañeza, y dirigiéndose al compañero de trabajo que estaba a su lado,
masculló algo que no alcancé a descifrar.
La miré con risa, un pequeño aparato de luz verde,
la estaba poseyendo. Aproveché para hablar tras mi barbijo y mi niebla:
—Soy humana,
no lo dude, huellas tengo, no creo estar muerta y encima si ese fuera el caso,
no creo que que alguien se haya tomado el trabajo de limar las huellas de mis
dedos para incomodarle el día.
—Es
que no me toma la huella —dijo enojada, mirando mis dedos.
Con más risa en mis ojos, y más niebla en los
anteojos, le respondí:
—¿No
se le ocurre pensar que quizá el aparatito verde no funciona? O tal vez el aparatito es un ET con poder, y
me está poniendo en aprietos.
La
empleada me sonrió, de compromiso.
—
Usted ponga el dedo, más derecho… mmm más arriba, no, no, un poco más al
centro, apriete…no, no, no tanto, un poco menos —y con un repentino ataque de
euforia, gritó—¡Ahora, si! ¡ahora, sí! Ya la tomó. No me pasó nunca…
—¿Pensó
que no existía? —dije con cierto aire de pena.
—Y
si no me marca…
Miré
de soslayo el apartito negro con luz verde flúo, debo confesar que sentí deseos
de hablar con él, después de todo se hacía sentir su presencia.
—Hay
que dejar huella —repitió la empleada.
Y
como esas cosas locas que este tiempo de DC ( durante cuarentena) nos propone,
dejé al pasar, así, como de olvido, uno de mis libros en el mostrador. Si hay
que dejar huella, la dejaré, pensé, y que se arregle “Cuentos dulces para un
atajo” con el aparatito de las huellas digitales, entre ellos, seguro se
entienden, de existencia a existencia, de objeto a objeto, entre huellas.