Ignoro el tiempo que pasó desde aquella noche de abril en
que él merodeaba los vestigios conscientes de mi memoria, no sé si ha pasado un
año, diez o cincuenta, de todas maneras no importa demasiado eso. El caso fue
que esa noche inmemorial, él decidió cruzarse hacia mi casa. El golpeteo
frenético de unos nudillos sobre la puerta de chapa fue la seña inconfundible
de que era mi vecino. Tamborileaba con sus
dedos, sin cesar, sobre la superficie acanalada de la puerta porque era un
hombre ansioso, además de ser un buen músico. Se decía en el barrio que
Jolister (así era el apodo de su innombrable nombre Jaquiabetirishulum, nombre
por otra parte puesto por su madre: la Condesa de Sharlestions, una excéntrica
cantante de ópera muerta en un oscuro episodio) pertenecía al Clan de los memoriosos. Tal es así que no había
estrella sobre el firmamento que Jolister no supiese nombrar. Obviamente que no
podíamos corroborar lo contrario dado que en el pueblo solo reconocíamos las Tres Marías, el Lucero y la
Cruz del Sur. Siempre he sido una mujer
de pocas palabras pero, solidaria. Si mi vecino había tocado a mi puerta sería
por algo importante. Las malas lenguas dicen que el hombre buscaba la gloria,
los demagogos en cambio creían que él deseaba postularse para intendente del
pueblo. Yo, sinceramente, creo que él
vino por respuestas y se llevó preguntas. Los recuerdos son un puesto
definitivo, me dijo esa noche al entrar a mi humilde morada. La desmemoria
también, le respondí con espontaneidad. ¿O es que usted Jolister no ha perdido
algún tornillo en la trama de sus remembranzas? Claro que el hombre no me iba a
dar la razón. Encendió un cigarrillo y expeliendo el humo por la nariz me miró
con cierto aire de suficiencia, para luego vanagloriarse por su eficacia al
recordar hombres y mujeres ilustres, escritores de gran notoriedad, pintores y
músicos magnos. Yo siempre he sido una simple mujer, una intuitiva anónima, una
maga de fantasía (las verdaderas magas son notables), pero me encontraba en
plena desgracia de la mente: cada cosa que él nombraba me era distante y a su
vez absurdamente conocida. El absurdo me ha salvado a veces y otras veces me he
sentido resguardada por algún silogismo propio, de esos cuya validez es tan
perentoria como cualquier ventisca. Hay muchas maneras de castigar a la
memoria: una es hostigándola con cosas penosas que se supone han sido vividas, y
otra forma y tal vez la más conocida, es toparte con los que hacen gala de su
inefabilidad y te hacen saber cuan desmemoriada estás. Jolister era un inefable
memorioso, su pandilla Kafkiana también. Por esas cosas del destino, supo de mí
y de mi expulsión del mundo de los recuerdos un día invernal en que ambos
acudimos a la Biblioteca. Claro que él sabía muy bien que era lo que buscaba: Demian
de Herman Hesse, dijo en voz alta. Yo lo había leído, jamás hubiese podido recordar la trama pero
si la sensación de soledad del protagonista: esa división de sus mundos que
alguna vez, si mal no recuerdo lo poco que mi memoria me permite, han sido
también mis relativos cosmos. Cerré la boca, no por mucho tiempo, pues Jolister
me preguntó qué libro había ido a buscar. Titubeé en la respuesta, yo sabía muy
bien qué iba a buscar pero no pensaba decírselo al inefable, pues seguramente
ya lo había leído y es más, lo recordaría.
Ensayé una ridícula respuesta y con cierto aire de indiferencia le
respondí que estaba allí para aprender portugués por esto del mundial de fútbol en Brasil - me
gusta saber alguna palabra por si acaso pueda ir a ese hermoso país- dije. Me
miró divertido, casi seguro que pudo vislumbrar mi puerta de escapada de la
mente y sin miramiento ninguno por ello, soltó la pregunta:
-¿Buscás “El alquimista”?
-¡Mi Dios! Claro que me sonaba el libro, sobre todo porque
soy una soñadora, pero sólo atiné a decirle que por ahora necesitaba llevarme
un diccionario español/portugués. No contento con mi respuesta, apuñaló mi
punto débil.
-¿Y algún buen libro para este fin de semana? Leíste Rayuela
seguro.
Por supuesto que lo leí, era tan joven cuando lo tuve entre mis manos que usé todas
las formas de armar ese rompecabezas literario, me sentía libre al elegir.
Joven y libre, dos grandes condiciones para azuzar todos los circuitos
neuronales.
Yo creo que Jolister penetraba en mi mente, conocía el
tamaño de mis sombras. Lo que él tal vez no dimensionaba es el esfuerzo que
demanda vivir con la propia catástrofe. Es obvio que se puede pasar por este
mundo sin mencionar un escritor o un hecho histórico, pero lo que en realidad
es caótico es pasar por este mundo sin recordarse a sí mismo. Ese ser que
fuiste y ya no sos pero que sabés que has sido porque los demás te
reconocen…menos vos. Pero Jolister era el presidente del Clan y esas nimiedades
lo tenían sin cuidado. Así fue que noche tras noche, por espacio de miles de
noches, él golpeteaba con los nudillos la puerta de entrada a mi casa. Yo
siempre le abría y aún hoy le abro la puerta. Jolister es el último vestigio de
la consciencia y yo, sin dudas, completo su historia.