La memoria es un puente,
me dije, al momento de intentar recordar el nombre de un chicle que comía en la
niñez. ¿A quién le podría interesar la marca comercial de esa antigua goma de
mascar? Bueno, no siempre hay que recordar grandes sucesos, a veces la mente
divaga por otros lares. Quizá la razón radica en que soy vetusta y empiezo a
hacerme cargo de aquello que conformó la niña que pelea dentro de mí para no
irse. El caso es que “guglié” a piacere, con un cierto grado de perseverancia,
buscando ese bendito chicle, que en el kiosco de Pirulo estaba en el mismo
estante de los caramelos media hora y de los chocolates aireados. Todo se
compraba por chirolas. Cuando nos poníamos densas ( en los juegos con mis
primas) mi madre, depositaba unas monedas en nuestras manos y corríamos a la
esquina como si el misterio del existir estuviese en esa carrera.
Mi mente podría haberse
quedado conforme con las cientos de imágenes de chicles de antigua data
que me ofreció internet, pero yo busco
ese que tenía una especie de canaleta que lo dividía en dos, envuelto en papel
color rosa y que tenía la característica de no estirarse demasiado por lo cual
se podían hacer pocos globos. Compraba ese porque se parecía a los caramelos y en caso de
tragarlo, no sentiría que eran los últimos minutos de vida. Me divierte mucho
escribir esto porque los de mi generación han de recordar la advertencia: no te
vayas a tragar el chicle, como si en tal caso se pegasen los intestinos
conformando una maraña de no sé qué cosa produciendo una obstrucción mortal. Pienso
en la inocencia de creer todo sin el menor lugar a la duda, o sí, porque todos
alguna vez nos tragamos esa goma mágica y no pasó nada. Y me dio por pensar de que
la niña que pelea por permanecer a mi lado, a pesar de tener conocimiento del
siglo que transitamos, sigue creyendo en que la eternidad es un instante en que
el corazón cree alegremente en que es posible romper los designios del destino,
sin el menor lugar a dudas, como el chicle…
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