Miro el reloj posado sobre la mesa de luz por enésima vez. Debe haber pasado al menos un par de horas. Desesperanzada, compruebo que sus agujas apenas se han movido. La luz del sol está tan lejos que me duele.
Reviso todo una vez más. La puerta del frente con llave, igual que la que da al patio. No les será fácil poder entrar.
Escucho.
La persiana apenas levantada hace que el ruido de los autos circulando por la ruta ubicada a unos ciento cincuenta metros de mi casa, llegue hasta mis oídos demasiado atenuado, evitando que pueda refugiarme en él..
No recuerdo la cantidad exacta de horas de encierro, de oídos atentos, pero sé que ya son muchas, demasiadas, ya insoportables.
De ningún modo contemplo el abandonar la casa; el solo pensar en atravesar el umbral de la puerta que da al pequeño jardín y luego a la angosta vereda de baldosas amarillas, me paraliza. Ellos acechan, agazapados, lo sé aún sin haberlos visto.
Escucho. Ahí está. Es un leve susurro. No. Alguien ríe por lo bajo. O solloza. No puedo estar segura. Quizá ambas cosas a la vez. Está más cerca que hace unos minutos. O unas horas. El tiempo se empieza a comportar de forma extraña.
Me animo y apoyo mi oreja izquierda en la ventana. Escucho. Un rasguido como el roce de una rama de árbol sobre la pared. Pienso en uñas sobre madera; la madera de mi puerta. Es eso. Ahora no tengo dudas. Ellos se aproximan. Una honda preocupación hace que comience a tiritar. Tengo frío, la sangre que pasa lenta congela mis extremidades hasta convertirlas en dos miembros inútiles. Por encima de todo, el pensamiento late con la agudeza del oído. Escucho un paso, luego otro. No sabría cómo deglutir esta sensación de desamparo. Un paso y otro más. Va chocando con cosas, las mismas cosas que se interponen en su transitar son las que se cruzan en mi cabeza. Escucho, paralizada. Un sonido metálico me provoca deseos de ir al baño, suena como el martillar de un arma. Se supone que si vienen por mí no me darán oportunidad de una última voluntad. Tengo que hacer pis, pero es más fuerte escuchar que cualquier otra cosa. Escucho. Arrastrándome sigilosa me acerco a la puerta de entrada. No siento las piernas, los brazos nadan en el suelo. La mirilla de la puerta está a gran altura. Tal vez es mi bajura de reptil ancestral lo que hace que vea a ese agujero en medio de la puerta como si fuese la pupila de una montaña de mil metros. Escucho. No sé si quiero ver porque hay una respiración agitada tras la puerta. A escasos centímetros de mí. Suena acompasado. Escucho. Jadea. Yo también. Apura su respirar, yo también. Escucho. Quisiera gritar, pero quedé muda. La palabra se alza en el aire, el pedido de auxilio nunca llega a convertirse en grito. Escucho. Jadea, yo también pero en voz baja. Escucho. Escucho. Escucho. Te escucho y la carne que se inmola. Todo es un rojo río que asoma torrentoso bajo la puerta, Viscoso. Escucho. Silencio. Todo es silencio y del otro lado ya nada se escucha. Me miro en el espejo… Quizá ya todo terminó… ¿Me escuchan?
Reviso todo una vez más. La puerta del frente con llave, igual que la que da al patio. No les será fácil poder entrar.
Escucho.
La persiana apenas levantada hace que el ruido de los autos circulando por la ruta ubicada a unos ciento cincuenta metros de mi casa, llegue hasta mis oídos demasiado atenuado, evitando que pueda refugiarme en él..
No recuerdo la cantidad exacta de horas de encierro, de oídos atentos, pero sé que ya son muchas, demasiadas, ya insoportables.
De ningún modo contemplo el abandonar la casa; el solo pensar en atravesar el umbral de la puerta que da al pequeño jardín y luego a la angosta vereda de baldosas amarillas, me paraliza. Ellos acechan, agazapados, lo sé aún sin haberlos visto.
Escucho. Ahí está. Es un leve susurro. No. Alguien ríe por lo bajo. O solloza. No puedo estar segura. Quizá ambas cosas a la vez. Está más cerca que hace unos minutos. O unas horas. El tiempo se empieza a comportar de forma extraña.
Me animo y apoyo mi oreja izquierda en la ventana. Escucho. Un rasguido como el roce de una rama de árbol sobre la pared. Pienso en uñas sobre madera; la madera de mi puerta. Es eso. Ahora no tengo dudas. Ellos se aproximan. Una honda preocupación hace que comience a tiritar. Tengo frío, la sangre que pasa lenta congela mis extremidades hasta convertirlas en dos miembros inútiles. Por encima de todo, el pensamiento late con la agudeza del oído. Escucho un paso, luego otro. No sabría cómo deglutir esta sensación de desamparo. Un paso y otro más. Va chocando con cosas, las mismas cosas que se interponen en su transitar son las que se cruzan en mi cabeza. Escucho, paralizada. Un sonido metálico me provoca deseos de ir al baño, suena como el martillar de un arma. Se supone que si vienen por mí no me darán oportunidad de una última voluntad. Tengo que hacer pis, pero es más fuerte escuchar que cualquier otra cosa. Escucho. Arrastrándome sigilosa me acerco a la puerta de entrada. No siento las piernas, los brazos nadan en el suelo. La mirilla de la puerta está a gran altura. Tal vez es mi bajura de reptil ancestral lo que hace que vea a ese agujero en medio de la puerta como si fuese la pupila de una montaña de mil metros. Escucho. No sé si quiero ver porque hay una respiración agitada tras la puerta. A escasos centímetros de mí. Suena acompasado. Escucho. Jadea. Yo también. Apura su respirar, yo también. Escucho. Quisiera gritar, pero quedé muda. La palabra se alza en el aire, el pedido de auxilio nunca llega a convertirse en grito. Escucho. Jadea, yo también pero en voz baja. Escucho. Escucho. Escucho. Te escucho y la carne que se inmola. Todo es un rojo río que asoma torrentoso bajo la puerta, Viscoso. Escucho. Silencio. Todo es silencio y del otro lado ya nada se escucha. Me miro en el espejo… Quizá ya todo terminó… ¿Me escuchan?
No hay comentarios:
Publicar un comentario