Soy
una intrusa en este lugar. Me abrocho y desabrocho el cinturón. Me hago la
indecisa. Nunca manejé un auto deportivo, tampoco fui acompañante de fórmula 1
y menos que menos paracaidista. Me abrocho y desabrocho el cinturón. Me gusta
ver las caras de circunstancias de los fortuitos voladores en el aire. Les
gusta el vértigo de no saber y aprender sobre la marcha. Tengo pensamientos
acelerados, tal vez porque la necesidad de huir de ahí es superior al movimiento
de cualquier objeto lanzado con fuerza al aire. Soy una intrusa.
El
entrenador me mira con detenimiento. Saltar al vacío es un reto a la cobardía-
me dice por lo bajo. Me desabrocho el cinturón y me retiro unos pasos. Le pregunto, histriónica y balbuceante, cuántas
horas de vuelo tiene el que maneja el avión. ¡Y qué importa- me responde- hay
un frívolo placer en el salto!
Observo
y a lo lejos se ven miles esperando el turno y la aventura de ser otros, por un
instante.
Soy
una intrusa, jamás hubiese subido a este vuelo de improvisados. Sólo estoy por
aquí para bocetar la situación en forma de retrato.
Esta
manía mía de usar anteojos retrovisores hizo que lo recordase. Él es el mismo
de siempre, repitiéndose en todas latitudes, dibujando espejismos en el aire para
que haya muchos lanzándose al vacío, mientras en tierra se apropia de sus vidas,
sus pertenencias, e incluso hasta de su sangre.
No
hay caso, por más que quiera avisarles hay una sordera generalizada. Espero que ellos vean la hilacha
que le sobresale al entrenador, un ser avezado
en la mentira, pero debido a su evidente
excitación triunfal se le olvidó esconder un detalle: es el único que lleva
puesto el paracaídas para este viaje…