La
bruma atosigando el andén, como si estuviese a punto de tragarse todo lo que
por ahí pasaba: vagones, personas, esperanzas.
Mónica
había comprado dos chocolates. Una pueril manera de pasar el momento amargo que
se avecinaría.
No
le gustaban las despedidas, nada es definitivo en los andenes. Los trenes
vienen y van, pero esa vez sintió que ningún tren retornaría al pequeño pueblo
y que con la partida se irían también los sueños.
Lagrimeó
sin parar hasta que llegó la formación, danzó entre besos y lágrimas y luego
frente a sí misma se juró el olvido, sin percatarse de que el olvido no era un
buen aliado, sobre todo porque el maquinista manejaba a su antojo el hado de la
estación…
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