Siempre supe que somos un sinnúmero de desaciertos
con algún atisbo de dudoso acierto.
Acertamos a nacer un día cualquiera sin que ello sea razón de algo sobrenatural
o de indicio de cambiar algo en el mundo. Estaba en esa serie de dislates mal
barajados cuando me encontré con mi antiguo amigo Hernandarius the Word. ¿Cómo
eran las cosas antes de él no lo supe precisar bien, pero como fueron después ,
tampoco. Él es un engranaje necesario para la vida de muchos, asiste a sus
vidas y sus muertes y sin ir más lejos puede dejarlos en stand by de un
plumazo. No es un dios ni semidios, habita lo imposible y sangra asiduamente.
El caso es que le dio sentido a la esperanza de ser comprendida en toda dimensión
y aunque debo confesar de que mis dimensiones han ido en desmedro de mi
imaginación, aminoré mi marcha y lo saludé.
—¿Qué tal Hernandarius, tus cosas
bien?
—Más o menos, como la mayoría…ni
muy muy ni tan tan.
Juro que
estuve a punto de dejarlo hablando solo, esa respuesta agridulce en medio de
climas festivos me pone malhumorada. Pero claro, no todo es tan fácil y no es
posible despegarse de un buen amigo con tanta soltura.
—¿Tus cosas dan en rojo, no?
—atiné a responderle con
voz metálica. Algo así como una voz poco humana.
—Preferiría hacer un paréntesis, volver
a conjugar el sentido de los hechos, hilar mejor, y ayudar a ver, pero no es cosa
fácil. El mundo está todo mezclado, lo mismo un burro que un gran profesor como
diría Discépolo en el tango Cambalache.
Me sentí la reina
de las burras, yo tengo malos hábitos. No matan a nadie ni siquiera a mí pero
hay que convivir con ellos.
—Si claro, todo suena parecido
pero no lo es.
—Exacto y a veces es mejor hacer
un punto y aparte y retirarse del fuego de los sucesos.
A esta altura
de la conversación metí mi mano dentro del bolso en busca de mis llaves, quería
subirme lo más rápido posible a mi vehículo para marcharme de ahí. Claro que el
tipo me conoce bastante y suele mutar en femenino, en vegetal, o lo que se le
ocurra. No creo en los maleficios, pero que los hay o las hay, es un hecho.
Me restregué
los ojos, una densa lágrima cayó de uno de ellos, no era de emoción, ni
tampoco por ninguna reacción de alguna cebolla; en realidad la lágrima nació de
fijar mil veces el ojo y afinar la puntería para dar en el blanco. Y mal que
me pese, todo se puso negro. Y ahora acá estoy en medio de la negrura,
asistiendo a la muerte y resucitación de un loco texto. Después de todo, este
oficio que me llena de personajes amigos, tiene sus ventajas: edito, reinvento,
mato, soy portadora de vida, de amores y guerras con tan sólo pensarlo y
escribirlo. Lástima que mi otro yo, inapelable, se encarga de tachar, rehacer,
y encontrarme con Hernandarius: la mejor versión de mis correcciones en Word.
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