Yo no sabía que Ludmila era tan creativa, menos que
menos que iba a realizar semejante
maqueta reproduciendo la fisonomía del barrio y como si todo eso fuese
poco, reproducir con lujo de detalles la
cuadra de la calle Ombú entre Arrayanes y Favaloro. En esa cuadra, justo vivo
yo, y también está el almacén de Quito Nieves, el kiosco de Manuel Lissis y la veterinaria
de Federico Canice. Todo hubiese sido una caricia al sentimiento barrial si no hubiera aparecido en la vidriera de la veterinaria
un animal que despertó mi curiosidad y la de otros. Algunos decían que era un
perro lanudo inmenso, otros afirmaban que
eran dos gatos pegados, y no faltó quien dijo que era un tigre diente de sable,
y yo no quería desilusionar la imaginación de nadie, pero con mis lentes de
superaumento pude ver que se trataba de un par de leones.
El veterinario Canice nunca había atendido a ningún
león, ni siquiera los del circo de los hermanos Rivas que cada año venían al
pueblo. Porque consideraba que debían estar en su hábitat. Y tampoco era lógico pensar que Federico
había enloquecido como para poner a la venta ( ni siquiera en maqueta) a un par
de leones.
Después de muchos días de exhibición del barrio en
miniatura, en el hall del Club Social y Deportivo “El futuro”, decidí intervenir.
Y esperé sentada a la creadora de tamaña belleza, mientras leía un periódico viejo. Tengo la
manía de pensar que todo se repite, hasta la historia de los pueblos y sus
grandezas y miserias, y hojeando la página amarillenta pensé que todos somos
una necrológica latente y para qué sirve ser tan soberbios, o falsos, o
mezquinos, si el hoyo nos espera a todos. Estaba en esos divagues cuando la vi
aparecer a Ludmila y me mandé de frente y le dije que la maqueta era hermosa,
pero que los perros de la vidriera de la veterinaria no le quedaron muy bonitos
porque parecían leones y ya que estaba,
le comenté el parecido con los de la
película Garras. Ella me miró sonriendo y me dijo: “Juana son dos leones” y más
que asombrada le respondí que había cometido un error porque en la calle Ombú
no habitaron jamás animales de la selva y que la veterinaria era responsable y
que siendo yo la mayor del barrio podía corroborar eso. Y claro, me miró
divertida y me dijo que la calle Ombú profundiza lo que no se ve de la
sociedad, y que conocía muy bien al médico veterinario porque hacía más de
veinte años que tenía una relación con él, pero que no convivían porque él era
un hombre raro y ermitaño y aunque la amaba no estaba dispuesto a perder su
libertad. Y seguí pensando en los leones de la vidriera y me dije “que tendrá
que ver tal cosa”, hasta que Ludmila se acercó a mi oreja para decirme: “
Juana, el león es una alegoría de Federico Canice: él es un hombre que vive
entre árboles”; claro lo dijo en
referencia a las calles Ombú y Arrayanes que es donde tiene la veterinaria, y
siguió diciendome: “ es muy bueno, pero necesita un trasplante de corazón al mejor
estilo Favaloro para espejarse mejor en lo que siente” y claro que con
semejante confesión me alcé de la silla para ver los leones de la maqueta, y a
uno de ellos le vi la mirada de
Federico, los ojos color miel, y la
cabellera larga y espesa y me dije que la muchacha era muy inteligente , porque la leona que lo
acompañaba era estilizada y de sagaz
mirada color café como ella.
Por esas
cosas de la vida, estaba uo en esos menesteres de barrer la vereda cuando la vi llegar a Ludmila, con dos bolsos pesados
a la veterinaria.
El caso es
que comentaron en el barrio que ella y Federico se habían casado en secreto. Y yo no pude dejar de sonreír porque desde que
el mundo es mundo, los espejos tienden a despertarnos y como quien no quiere la
cosa, pero queriendo, saqué los leones de la maqueta y me los llevé a mi casa.
Siempre fui una solitaria y uno nunca sabe…
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