El otoño comienza con
los detalles que nos trae el viento. El soplo del hoy me portó al ayer lejano y a un instante de travesura
en la cancha de mi barrio.
Formar parte del Club
Ferroviarios siempre ha sido, es y será un orgullo, y aunque mi participación por
aquellos tiempos, no era mucha, yo sentía la camiseta de mi equipo favorito
sellada al corazón, tal es así, que incluso tuve una colección de muñecas con
pantalones y remeras con los colores del club.
Los colores hacen a las
cosas, decía mi abuela, y no escapa de eso el fútbol. Recuerdo la historia de uno de los clubes más grandes de Argentina,
que desechó la primera de las camisetas, de color rosa, supongo que por una
cuestión machista, como sea, pasaron por otros colores hasta que finalmente un
día, eligieron el de la bandera del primero de los barcos que llegó al puerto
de Buenos Aires. Así quedó por siempre el azul y oro como insignia determinante
de los boquenses.
Mi club como Boca, tuvo
tropiezos, marchas y contramarchas, hasta que se decidieron por el rojo, azul y
blanco. El rojo por la pasión de pertenecer, el azul porque la cancha estaba
techada con el cielo despejado de mi pueblo y blanco
porque había más niños que adultos, por eso de relacionar la niñez con la
pureza.
Siempre esperaba mi
oportunidad al costado de la cancha, pensando que cuando hubiese un lugarcito
me dirían: “Marianita, vení, hacé de arquero o de defensor”. Yo no pretendía
ocupar el lugar de delantero, aunque era buenísima pateando con la zurda pero, la
“10” la tenía pegada al pecho el chueco Giménez. Era tan bueno que le hacía
pelar las rodillas al que lo marcase. Tenía un manejo limpio de la pelota y era
capaz de gambetear desde la mitad de la cancha hasta las puertas mismas del
arco, sin que nadie pudiese quitarle el balón. Alguna vez pensé, como hoy
pienso de Messi, que hay un hilo invisible entre el pie y la pelota, un hilo
como de titiritero que algún dios menor bajó a tierra para recordarnos que hay
una magia nacida del cielo que tienen unos pocos elegidos ,más allá de las
reglas y los entrenamientos.
En aquella época de
inocencia y rebeldía, soñaba con jugar al lado de Giménez. Ya en aquel tiempo, solía
ver los detalles de los hechos como un modo de adentrame en aquello que escapa
de la obviedad, y yo admiraba a Marcelo
Gimenez porque era el único que no se desprendía de la sonrisa mientras estaba con la pelota al pie. Sin
dudas, hay un misterio entre el cuerpo, la redonda y la felicidad.
Y qué cosa es la
felicidad sino aquello intangible, capaz de convertirse en memorable, porque el
alma se expande amorosa y no hay nada que la detenga.
Y sí, yo buscaba ese
feliz día en que alguno de los pibes se enfermase. Suena horrible, no soy mujer
de desearle el mal a nadie, pero esa era la única opción por la cual me
pondrían en el equipo. Sin embargo, a pesar del frío invernal, las heladas y el
viento, los pibes gozaban de buena salud. Ese invierno tuve que conformarme con
ir con mis muñecas porristas a alentar a mis amigos. Claro que eso no bastaba, así que un día,
después de las continuas cargadas de los pibes diciéndome que alguna vez habría
equipo de mujercitas, el técnico Ramón Giles, apiadándose de mí, me convocó
para ir a buscar la pelota cada vez que salía del perímetro de la cancha, que
por esas cosas de aquella época, solo estaba cercada por un alambre tejido como
de gallinero: bajo, débil y usado.
Ese domingo que recuerdo
con picardía, corrí mucho porque el equipo estaba impreciso, y a cada minuto
terminaba la pelota a los pies de algún árbol, y en una de las veces en que la
fui a buscar quise enviarla de una patada al centro de la cancha, y se me trabó
el zapato en una hondonada que no vi, cayendo a la vista de todos, Eso no
hubiese sido nada, lo peor fue cuando oí la voz de Fernandito que decía: “ la
Mariana está para patear tachos de basura” y todos se rieron.
Y esperé, como esperan
los que saben esperar: pacientemente, peinando mis muñecas y masticando rabia.
Y miré el entorno: el paisaje, el monte, las ramas altas formando un ángulo
agudo con el tronco, y tuve mi oportunidad. Fernandito mandó la pelota fuera
del predio, y fui a buscarla, tomé carrera, y miré el cielo, y sentí la magia,
y me imaginé que llevaba la diez puesta, y me llené el pie con la redonda y la
colgué en la horqueta del eucalipto más alto. Y quedó ahí, clavada como fruto raro
recién salido. Todos me miraron con la desilusión de quienes saben que ya no
hay nada que hacer. Demasiada altura como para arriesgar el cuerpo de los pibes
para sacarla de allí, y en medio del infortunio generalizado, dejé colar mi voz
para decir:
—El tacho de basura lo
dejé colgado arriba, hay muchas moscas dando vueltas abajo.
Y me fui, tarareando:
“ Tengo una muñeca
vestida de azul,
con su camisita y su
canesú. “
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