Me gusta leer libros
antiguos, especulo sobre la mano escribiente y el siglo que transitaba al
momento de determinado texto, imagino las motivaciones y me inmiscuyo en el modo del lenguaje utilizado. Pero todo
estimula a la sensibilidad, incluso aquello que sucede al momento de dormir.
Claro que adormecerse
con la imaginación encendida en lo remoto trae como consecuencia ensueños y
ridiculeces.
Apoyé la cabeza en la
almohada y me puse a pensar acerca del oficio de escribir. Me dormí para
despertarme y tomar vida en el mundo onírico. Allí me encontré con otros
pájaros como yo conjugando el engranaje de un sueño escrito. Los amateurs
también soñamos con millones de ojos leyéndonos, no cuesta nada y es una tregua que oxigena la realidad hasta nuevo aviso.
Como les contaba, en el
ensueño, el escribiente del tipo H ( pájaro literato) oficiaba de chofer de un pájaro
de plumaje vistoso y alto vuelo, es decir ,de un famoso escritor.
Yo para variar, estaba en
“babia” como es común en mí, y me acerqué al automóvil que el chofer había
estacionado en la casa de mis sueños. Abrí la puerta del auto y tomando del brazo en
forma fraterna al pasajero sentado atrás, lancé mis reflexiones de vida que
nadie me había pedido, con entusiasmo y optimismo, sin siquiera reparar en su
rostro.
Convengamos que el
mundo que tiene lugar cuando dormimos goza de una absoluta libertad, además de
nutrirse del absurdo.
El caso es que con
esmero me puse a corregir un texto ( de palabra) que a futuro sería parte de un
libro artesanal. Me divertí con mi propia verborragia, y es más, creo que en un
momento sentí el aleteo estimulante del pasajero escribiente que yo no había
tomado en cuenta. Todo hubiese culminado ahí, a no ser por la mirada del chofer,
divertida y expectante a su vez, y a su pregunta que dio en el blanco “ ¿Sabés
quién es él?” y entonces alcé la vista y lo miré. Sentí pudor. Era un escribiente del
tipo Z, uno de los que yo leía, el de sonrisa demorada y voz segura. Me acomodé
en mi asiento de lectora, dispuesta a acompañar el periplo o la travesía que se
presentase. Así fue como sin mediar tiempo ni espacio, entramos a una
Universidad y el escritor famoso, vaya a saber por qué, cruzó un amplio pasillo
para retornar rápidamente vestido de otro modo, con un pantalón de tipo chupín color
blanco, zapatos puntiagudos similares a los que usan los duendes de los cuentos
de niños y un pilotín beige entallado al cuerpo. Me sorprendió su
transformación.
Fue por ese simple
detalle que comprendí que los escritores Zeta hacen mundos mágicos en un
instante. Miré al chofer, que por esas cosas de los sueños estaba sobre una
cornisa a punto de batir alas con una crónica nueva y no me quedó más remedio
que subirme a ciegas al mundo de palabras para gestar un vuelo raso o iluminar
como luciérnaga alguna historia con la esperanza de atravesar las consonantes
que a lo lejos convocaban a mi alma. Después de todo, a la magia hay que regarla
con trabajo sin olvidar el ensueño que provocan los personajes…
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