Me gusta rasurarme a la mañana temprano antes de tomar mi fugaz desayuno. Al mirarme en ese
viejo y mugroso botiquín siento el sabor de estar vivo. Los tres espejos me
muestran diferente. En uno soy estatua , en otro pareciese que me estoy yendo y
el tercero no deja de inquietarme.
No logro descifrar si la mano que rasura le pertenece
a otro o si en realidad mi mano derecha no se condice con la mano izquierda.
Una es oscura y la otra parece refulgir entre la espuma de afeitar.
Tal vez es como un secreto mal parido: la mano
oscura lleva una excitación que desconozco. Suele vibrar con un sentido
autónomo. Por momentos pareciese que se apodera de mi cuello y en la más pura
de las ficciones lo que desea es llevarse mi voz. Pero ya es tarde, en mi
somnolienta perspectiva, el tercero de los espejos me muestra pensativo. Ya lo
decidí antes de rasurarme las ideas de mis padres: soy un músico, esencialmente
y no habrá nada que me detenga, ni siquiera
esa oscura mano que alguna vez me ha amedrentado. Solo sé que en días sucesivos
deberé convertir la mano en claridad hasta que pierda el miedo a equivocarme.
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