Marianella se
encerró en la habitación, necesitaba aislarse del mundo. Más precisamente,
alejarse de su entorno familiar que le recomendó visitar al médico debido a su constante
cambio de carácter. Encendió la computadora para escuchar música, pero la
tentación la llevó a abrir la bandeja de entrada de su correo electrónico.
Todos los mails querían venderle algo, menos uno: el de su homónima, Marianella
Gioia. Lo leyó una y otra vez: nunca había entendido la persistente alegría de
esa mujer. Con evidente disgusto abrió la ventana de la habitación para tomar
un poco de aire. El día estaba pegajoso, un fiero impulso la llevó a tomar la
máquina y arrojarla por la ventana del segundo piso. La vio caer pesadamente
sobre el techo de lona de la panadería aledaña, y luego aterrizar sobre un
tapiz de flores. Salió al balcón y se asomó lo más que pudo, necesitaba ver la
computadora destruida: quería corroborar que hubiese muerto la alegría, pero
olvidó que la baranda estaba en arreglo.
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