Buscaba la amistad virtual. Un sol que entibiase su muerta
vida. Hojeaba el periódico como era habitual en él, de atrás hacia adelante.
Luego leía cualquier libro de ficción que cayese en sus manos; verdaderamente
ninguna cosa que lo aproximase a la realidad le hacía bien. Se le atragantaban
los logros ajenos, pues estaba enfermo de desamor y envidia. Un día, como
tantos otros, decidió abrir la puerta de su mundo reducido e ir a tomar un poco
de aire. Se acercó a la librería más cercana a su domicilio, en la batea que
estaba en la puerta de entrada se topó con “El hombre invisible” de Wells. Lo
miró con cierto desdén; hubiese dado lo que no tenía por hacer desaparecer del
mundo de las letras a quienes lo opacaban; tenía un ácido sentido del ego y
pensó que quizá desde la invisibilidad nadie sabría que él había sido el gestor
de la idea. Cerró el libro, retornó a su casa y luego de leer las producciones
de sus compañeros de red social los bloqueó, los borró de su lista de
amistades. Ya más tranquilo intentó dormirse. Un cierto estado de incomodidad
se apoderó de su esencia; sintió deseos de conocer las reacciones y los
escritos de quienes había hecho invisibles, fue entonces cuando se miró al
espejo y vio su cuerpo desnudo y golpeado: por enésima vez recordó que ya hacía
como un siglo que había muerto.
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