Eloisa solía
caminar desnuda por las treinta habitaciones de la amplia casona. En tiempos
primaverales recibía la visita del modisto del pueblo a quien le encargaba tres
o cuatro vestidos de telas livianas. A pesar de tener el guardarropa colmado de
prendas de todo tipo y color, ella disfrutaba de su desnudez.
La madre de
la mujer había fallecido cuando Eloisa era pequeña y el dormitorio permaneció
cerrado por más de cuarenta años.
El sonido de los truenos la ensordeció. Los
relámpagos iluminaron el picaporte de esa habitación varias veces. Eloisa
interpretó que era un llamado del más allá. Con emoción, giró la llave de la
puerta de acceso y la abrió. Las telarañas la asustaron hasta que pudo
desprenderlas del rostro. Avanzó hacia el ropero: le intrigaba saber qué cosas
había guardado su madre antes de morir. La sorprendió hallar los cajones vacíos
y sólo un vestido colgado en la percha. Hurgó en una caja labrada y halló unos
pocos recortes de diarios. Los tomó entre sus manos, leyó uno por uno y empalideció.
Nunca le habían dicho que había muerto asesinada por su malinterpretado hábito
de pasearse desnuda por cuanta habitación hubiese en la casa. ¡Las malditas
alergias a las telas! Con tristeza supo que lo que la separó de su madre, entre
otras cosas, fue un problema de género…
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