John
Speek era un niño aficionado en el arte de montar caballos. Una tarde de abril
conoció el mal carácter de un pura sangre. Cayó pesadamente sobre una valla
dispuesta allí para el circuito de salto. Sintió un fuerte dolor en su espalda,
y creyó no sentir más las piernas. Luego de unos minutos, todo retornó a la
normalidad y John, un tanto avergonzado por el espectáculo que lo había tenido
por protagonista, escondió su rostro tras su padre. La familia decidió que el
niño debía tomar clases de equitación. Su madre solía repetirle hasta el cansancio:
—John, tú puedes. Es cuestión de mentalizarte.
—Madre, no subiré más a un caballo…decía el niño por lo bajo.
Una noche en que estaban reunidos durante la cena, el niño dijo:
—¡Padre! Hoy no he saltado ninguna valla, pero dí muchisimas vueltas montado sobre un alazán hermoso.
Su padre, un hombre ocupado en el negocio inmobiliario, le devolvió una ausente sonrisa. Su madre en cambio, sentía henchidas las venas del orgullo. ¡John sería un gran jinete!
Como todas las tardes, salía John rumbo a las clases de equitación de la mano de Clarisa, la niñera.
Ella, demostraba alegría en su rostro cada vez que debía realizar tal tarea pues,sentía una fuerte atracción por Antonio, el encargado del Club, tal es así, que sólo reparaba en el niño a la hora de regreso. Así se sucedieron varios meses, hasta que la madre del niño decidió ver los avances de su primogénito. ¡Hoy le daré una gran sorpresa a mi niño! Es el momento indicado , pensó ella, pues John ama tanto los caballos que cada día relata con pelos y señales el aspecto de cada uno de ellos. La noche anterior, el niño visiblemente emocionado, le había dicho:
—Madre, que he montado uno blanco con pintas negras. ¡Corcovea y me aferro, ya no me caigo!
Ese comentario la impulsó definitivamente a concretar la idea de ir a verlo durante la clase junto al instructor. Esperó que Clarisa y el niño se fuesen rumbo al Club. Sorpresas, son sorpresas, se dijo a si misma. Tomó su auto y en cuestión de minutos, estuvo aparcando en el estacionamiento. Descendió del auto y con paso seguro se dirigió a la pista de equitación. Miró hacia un lado y otro, pero no divisó a John, tampoco a Clarisa. Una leve inquietud se apoderó de su cuerpo. Seguramente el profesor estará dando clases en otro lugar, pensó. Preguntó aquí y allí,acá y acullá, pero nadie había visto a John, ni a Clarisa ni al instructor.
Hizo esfuerzos por recordar el atuendo de su hijo, pantalón de montar, sweater color marrón y el infaltable casco de salto. La mirada pareció multiplicarse. Sin embargo, su hijo no estaba a la vista.
Una dulce melodía la condujo hacia uno de los salones del club. A John le gustaba la música, seguramente estaría alli. Recorrió los metros que la separaban del amplio salón con visible premura. Al entrar al lugar divisó a Clarisa, y un suspiro de alivio la recorrió enteramente. Luego, la voz alzada de su hijo John la sustrajo de los pensamientos.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Mírame! ¡No me caigo! ¡Súbete conmigo!
La voz se perdía en el salón sin que ella pudiese reparar el lugar desde donde partía la voz. Ya la música dulzona, le comenzaba a molestar los oídos, no obstante ello, volvió a escuchar.
—¡Madre! ¡Súbete!
Divisó el casco del niño, la sonrisa plena de felicidad y el corazón de Teresa latió apresurado. Observó con detenimiento las facciones de su niño, el gesto feliz de todo su cuerpo. Sin dudarlo, se aproximó a la plataforma giratoria y en un instante estuvo junto a él. La calesita siguió girando, esta vez, John había montado un caballo dorado con arabescos azules y rojos.
—John, tú puedes. Es cuestión de mentalizarte.
—Madre, no subiré más a un caballo…decía el niño por lo bajo.
Una noche en que estaban reunidos durante la cena, el niño dijo:
—¡Padre! Hoy no he saltado ninguna valla, pero dí muchisimas vueltas montado sobre un alazán hermoso.
Su padre, un hombre ocupado en el negocio inmobiliario, le devolvió una ausente sonrisa. Su madre en cambio, sentía henchidas las venas del orgullo. ¡John sería un gran jinete!
Como todas las tardes, salía John rumbo a las clases de equitación de la mano de Clarisa, la niñera.
Ella, demostraba alegría en su rostro cada vez que debía realizar tal tarea pues,sentía una fuerte atracción por Antonio, el encargado del Club, tal es así, que sólo reparaba en el niño a la hora de regreso. Así se sucedieron varios meses, hasta que la madre del niño decidió ver los avances de su primogénito. ¡Hoy le daré una gran sorpresa a mi niño! Es el momento indicado , pensó ella, pues John ama tanto los caballos que cada día relata con pelos y señales el aspecto de cada uno de ellos. La noche anterior, el niño visiblemente emocionado, le había dicho:
—Madre, que he montado uno blanco con pintas negras. ¡Corcovea y me aferro, ya no me caigo!
Ese comentario la impulsó definitivamente a concretar la idea de ir a verlo durante la clase junto al instructor. Esperó que Clarisa y el niño se fuesen rumbo al Club. Sorpresas, son sorpresas, se dijo a si misma. Tomó su auto y en cuestión de minutos, estuvo aparcando en el estacionamiento. Descendió del auto y con paso seguro se dirigió a la pista de equitación. Miró hacia un lado y otro, pero no divisó a John, tampoco a Clarisa. Una leve inquietud se apoderó de su cuerpo. Seguramente el profesor estará dando clases en otro lugar, pensó. Preguntó aquí y allí,acá y acullá, pero nadie había visto a John, ni a Clarisa ni al instructor.
Hizo esfuerzos por recordar el atuendo de su hijo, pantalón de montar, sweater color marrón y el infaltable casco de salto. La mirada pareció multiplicarse. Sin embargo, su hijo no estaba a la vista.
Una dulce melodía la condujo hacia uno de los salones del club. A John le gustaba la música, seguramente estaría alli. Recorrió los metros que la separaban del amplio salón con visible premura. Al entrar al lugar divisó a Clarisa, y un suspiro de alivio la recorrió enteramente. Luego, la voz alzada de su hijo John la sustrajo de los pensamientos.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Mírame! ¡No me caigo! ¡Súbete conmigo!
La voz se perdía en el salón sin que ella pudiese reparar el lugar desde donde partía la voz. Ya la música dulzona, le comenzaba a molestar los oídos, no obstante ello, volvió a escuchar.
—¡Madre! ¡Súbete!
Divisó el casco del niño, la sonrisa plena de felicidad y el corazón de Teresa latió apresurado. Observó con detenimiento las facciones de su niño, el gesto feliz de todo su cuerpo. Sin dudarlo, se aproximó a la plataforma giratoria y en un instante estuvo junto a él. La calesita siguió girando, esta vez, John había montado un caballo dorado con arabescos azules y rojos.
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