domingo, 31 de diciembre de 2017

Somos lo que hacemos




Alzar la vista al cielo en busca de algún vuelo de pájaro no deja de ser un acto reflejo, tal vez porque las aves me dan las alas que mi memoria ha perdido; eso creo, o quizá es que me mimetizo con su libertad y es ahí cuando nacen las imágenes memorables.
Como sea, al salir al patio de mi casa y ver el aleteo de dos palomas, recordé un domingo previo al día  de Navidad en mi pueblo natal, siendo yo  una niña.
Esa tarde sería el encuentro entre “Los pibes de la fraternidad” y “Los boquenses de Ayacucho,  un partido definitorio cuyo premio consistía en las camisetas para el equipo y un gran árbol de Navidad con mucha luces.
Mi madre estaba preparando una torta marmolada, esas de chocolate y vainilla  que casi todos conocen,   y justo en el momento de mezclar los ingredientes se dio cuenta de que le faltaba el chocolate, y claro, aunque en mi casa éramos tres hijos, los mandados eran cosa de mujeres. ”Marianita andá a lo de don Luis y trae el cacao ”me dijo, y mi hermano aprovechando la volada, agregó: “y de paso fíjate como está la cancha…anoche llovió mucho”.
Camino al almacén me dieron ganas de silbar, me contuve. No era bien visto si lo hubiese hecho, así como a las mujeres nos estaba vedado jugar al fútbol, y tantas otras cosas; de esos mandatos sociales de aquel tiempo que se cumplían a rajatabla.  Mientras iba cantando “din don dan din don dan” me aproximé a la cancha del Club Ferroviarios. Bajo los arcos, había charcos, eso era un verdadero problema, por eso de que la pelota se pone pesada cuando se moja, así que rapidito fui al almacén ,compré lo pedido y me fui corriendo a casa para contar la novedad.
El colorado Giménez, el pocero del barrio, tendría que llevar tierra  para tapar los pozos con agua y de ese modo jugar el partido final. Él siempre lo hacía gratis.
Mi padre, presidente del Club, puso en marcha el auto para ir hasta la casa de Giménez. “Marianita subí “ me dijo, y más rápido que ligero estaba acomodada en el asiento de la estanciera. En el trayecto hablamos del árbol de Navidad y  aproveché para quejarme porque si ganaba nuestro equipo, ni para mi ni para mis muñecas porristas habría regalo. Pero me equivoqué, esta vez mi padre pensó en eso y me respondió que no me quedaría sin regalo por haber tenido asistencia perfecta todo el año. Aproveché para decirle que a una de las muñecas se le había salido una pierna y que sería mejor reemplazarla por una nueva.

Cuando llegamos a lo de Giménez, golpeamos las manos para que nos atendiesen pero nadie salió a recibirnos. La vecina de la casa de enfrente nos puso al tanto de que Juancito, el hijo del pocero, estaba internado. Un fuerte dolor de panza y según comentó era una peritonitis. Y Claro en el pueblo no había cirujano y era necesario llevarlo a otra ciudad. Yo pregunté muchas veces que era una peritonitis pero estaban todos muy preocupados como para responderme. Y nadie recordó los pozos para tapar y llegó la hora del partido y los charcos seguían ahí, pero peor estaba Juancito luchando por su vida. El encuentro fue aburrido, en el entretiempo me olvidé de la coreografía y además terminó cero a cero y todos embarrados. El caso es que los dos equipos quedaron empatados y en el árbol solo había un gran paquete con una nota. Todos corrimos para ver: era una alcancía con dinero adentro y una nota que decía para Juancito Giménez. Menos mal que ya no creíamos en Papa Noel , ni nada de esas cosas. Tímidamente pregunté por Juancito, por suerte ya estaba fuera de peligro pero había que pagar el viaje en ambulancia y para eso fue destinado el dinero recaudado. Alguien dijo que cada uno de nosotros es un poco el Papa Noel en Tierra y como soy Marianita Pierluggi, me quejé y le respondí que en mi caso era Mamá Noel, todos rieron , menos yo que estaba arreglando la pierna de mi muñeca porrista para el próximo partido.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Deseo festivo



Alma:
en el albedrío
del viento
extiende
las alas
para que florezcan
soles genuinos
Y se apaguen
las sombras
de otros días…
Venimos
para irnos,
mas, en el trayecto
más vivo
haz de nuestras tramas
el mejor tejido,
ese que hace de la luz
y el Amor

un mundo distinto.

domingo, 3 de diciembre de 2017

La niebla



Estaba un hombre de mediana edad, sentado en un banco de plaza, con las manos sosteniendo su cabeza y la mirada perdida. Tomó el periódico que llevaba en su bolsa, y con el dedo índice, tocó varias veces el margen superior.  Era su manera de corroborar el día: 10 de diciembre del 2031.  Miró en derredor y sintió que esa plazoleta le era ajena a su vida:  desconoció los bancos de mármol, los accesorios de grafito y hasta los pisos acerados. La neblina que cubría el pasto artificial, lo confundió aún más: en Estación Malattia nunca hay bancos de niebla, menos que menos, un día como ese,  donde el sol estaba a pleno.
El hombre,  vio pasar a un niño muy cerca suyo, y con el diario en la mano, se aproximó:
—Disculpáme, no veo muy bien por la niebla¿ Me podés decir qué día es hoy?
El niño miró su reloj solar y le dijo:
—Es jueves…
—Si, si, pero la fecha…
—10 de diciembre.
—Si si, pero de qué año…
El niño lo miró sorprendido y apuró sus pasos, sin responderle.
El  hombre volvió a su banco, y buscó en sus bolsillos los anteojos de ver de lejos. Se los colocó y para su sorpresa, se vio a sí mismo, cotidianamente, caminando por esa plaza, abrazado a su esposa. La niebla bajó hasta cubrir la mitad de su cuerpo, sintió frío. Tomó el paquete de pañuelos descartables del bolsillo del saco y restregó los ojos hasta calentarlos. Luego, volvió a mirar la fecha en el diario y  leyó: 10 de diciembre de 2031. Hizo un gesto de fastidio. Alzó la vista para recorrer el parque: los juegos para niños, las flores de metal y hasta los faroles eran de diseño moderno, pero él, era un hombre antiguo…
Fue hasta el bebedero de agua y mojó sus ojos, tantas veces tantas, hasta vaciarlo. Necesitaba ver bien, pero aún había neblina en esa plaza y aunque buscó por muchos lados, no pudo hallar a nadie que lo ayudase a ver mejor, y menos que menos, a su esposa. Es más, no sabía si ella había ido o no, con él.
Pasó la mañana, y la tarde, y llegó la noche, y el hombre de mediana edad, seguía firme sentado allí.
En el pueblo comentaron que estuvo más de miles de  días, en ese banco, buscando disipar la nubosidad, hasta que un día alguien lo vio a la orilla del mar, subiendo sus pocas pertenecías sobre una balsa y nunca más apareció.
Parece que se llamaba Ulises y desde el día que se fue, el bebedero de la plaza está cargado de agua tibia y salada, semejante a las lágrimas.

Desde que el mundo es mundo, hay gente que se pierde cuando le falta el amor…