domingo, 24 de enero de 2016

Viejos pájaros


La bruma se tornó densa. La mudez de la mañana sólo fue rota por el ruido del tren sobre las vías. Magda tiene la maña de salir todos los días hacia la estación para ver la llegada puntual de la formación. El pitido de la máquina la sustrajo de los pensamientos. No es fácil escribir acerca de ella. Es una mujer de mediana edad. En el pueblo la tildan de loca. Ella hace caso omiso de esos nefastos comentarios, y asiste rutinariamente al andén número veintidós. Cuando las puertas de los vagones se abren, ella agita un pañuelo blanco, husmea los asientos a través de las ventanillas y cabizbaja se retira.
Llama la atención su gesto de despedida en controversia con la actitud de espera. Así parece ser la vida de Magda, controvertida.
Parece no tener conciencia de partida o de llegada, de despedida o bienvenida. Sigue siendo difícil escribir acerca de ella. Las pocas veces que hablé con Magda se notó afable, graciosa y también con un dejo de tristeza.
Desconfío de su inteligencia, o mejor dicho, parece una niña con pensamientos oxidados. Alguien que juega a cara o cruz con la vida. Los maquinistas le temen porque la han avistado sobre las vías y si bien cuando ve la luz de la máquina ferroviaria se sube al andén, no deja de ser un peligro.
Esa mañana de agosto le pregunté todo lo que pude. Yo estaba esperando a mi novio y acudí demasiado temprano a la estación. La ansiedad por verlo me jugó una mala pasada.
Magda me contó que era modista, que el trabajo había mermado bastante por el reuma que la aquejaba. Ya sus costuras no eran prolijas. También me narró lo inenarrable. Cosas difíciles de digerir, la muerte temprana del alma y esas cosas menores que sólo la gente sensible le puede dar valor. Sospecho que se puso incómoda cuando le pregunté si era soltera o casada. No obstante me dijo con franqueza: soy una mujer sola. Yo ya lo sabía, porque una vez que la rozó un vagón fue a parar al hospital con algunos magullones, y solo la visitaron los empleados de la estación. Y claro, hace varias décadas que ella es habitué del andén veintidós.
Palabra va palabra viene y el silbido del tren se escuchó a lo lejos. Me alcé del asiento. Magda también. La formación, puntual como siempre, llegó a destino. Nadie bajó del tren. La vi a Magda tomar su valija de cuero y subirse a uno de los vagones. Se sentó sonriente, estiró sus piernas y cuando el tren pitó para continuar su marcha, sacó el brazo por la ventanilla y me hizo señas. Me aproximé, para mi sorpresa envolvió en mi mano el pañuelo blanco y con la mano alzada y deformada por el reuma me hizo un gesto ameno, de despedida.
No es fácil hablar de ella, menos que menos es fácil hablar del pañuelo que por esas cosas del destino me sirvió para enjugar mis lágrimas.  Leo, mi novio no volvería al pueblo, lo intuí. !Quien querría vivir en un pueblo tan pequeño!
 No me gusta estar de boca en boca, ni ser heredera del dolor, así que a la semana siguiente yo también asistí a la llegada del tren, puntual. Antes de que la máquina llegase, me subí a la escalera de la señal de entrada y anudé el pañuelo. El viento lo hizo flamear, parecía tener alas. Uno nunca sabe cuál es el hogar de los pájaros. Ya me retiraba de la estación cuando alguien me  alzó por el aire: era Leo. Lo abracé con fuerza, y también con fuerza siguió soplando el viento, así en seco. Aunque a lo lejos se divisaba una tormenta, la lluvia suele acompañar el silencio de los viejos pájaros…

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