domingo, 2 de octubre de 2016

El último árbol



Fue en el instante de mirar de cerca, con vista lejana, cuando descubrí que me ofrecía en holocausto para salvar a los sueños y a los soñadores. ¿Qué era lo que vi? ¿Valdrá la pena recordar que todo huele a segundas intenciones y yo estaba en ese lugar con las manos colmadas de esperanzas? ¿Valdrá la pena unas líneas, una carta o una crónica de los hechos? Como sea, a tientas o desde lo bajo de la voz, intentaré develar algo que sirva o no, a un puñado de seres.
Aquella tarde de primavera, volvía de mis clases de lengua extranjera cuando visualicé un rostro conocido. Era el Sr Jium, mi antiguo profesor de meditación, quien con paso lento y sonrisa plena, abrió sus brazos para cobijarme, después de haberme reconocido.
-         ¡Marga, qué alegría verte!
-         Lo mismo digo Profe, respondí con emoción.
Confieso que tomar lecciones con él, en tiempos aciagos, me había servido de mucho. Luego de un año de clases, él fue exiliado y yo también.
Jium se fue a España y yo a otros limbos. No hay una sola forma del exilio. Al profe lo recordaba afable, risueño y lleno de proyectos por cumplir.
Hablamos un par de cosas intranscendentes y combinamos una cita para el día jueves, café por medio para ponernos al tanto de nuestras vidas.
Parece que los años se disipan en la borra de un buen café o es la borra el sedimento necesario para comprender el fuerte sabor que emana un café tardío.
Lo recordaba de pocas palabras, me incomodó un poco su verborragia. Según él yo estaba demasiado silenciosa, me recordaba habladora.
Pero fue en el ojo de las cosas complejas donde me di cuenta de que el tiempo nos desfigura. Me sentí invariablemente quejosa y antigua: el mundo muta y yo me había quedado enarbolando sueños de mundos mejores. Y aunque mi profesor expresaba antiguos sueños, lo vi desenterrar un árbol milenario para darle lugar a una ramita verde fosforescente y luego lo sentí llorar, mientras secando sus lágrimas pactaba nuevas citas con otras personas para sembrar extrañas ramas verdes.
Juro haber visto todo un monte de eucaliptus talado y colmado de  surcos vacíos , pero quedaba un solo árbol aún erecto y quise sostenerlo  para que no cayese. Aún me siento en estado inconsciente, aunque desde aquí puedo ver miles de árboles de plástico que están progresando en un monte de mentira frente a tanto silencio.
Este es un siglo de apariencias, pero me tomé la libertad de hacer una pausa en medio de tanta muerte para regar el único árbol verdadero que nos queda: el de los genuinos sentimientos.



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