Cuando me preguntan por ese pueblo normalmente me
hago la distraída para no responder o en
su defecto cambio de tema. No me gusta
recordar cosas feas y los sucesos que acaecieron en ese pueblo costero que
prefiero olvidar, están plagados de misterio. Para empezar la mayoría de los habitantes,
cerca de dos mil, se reúnían en la plaza todos los días domingo. Confieso que
la primera vez que acudí a ese lugar
tuve claustrofobia, a pesar de estar al aire libre. Me faltaba el aire, será
que todos se conocían y la única forastera era yo, centro de atención y
cuchicheo.
Había ido a
visitar a una prima lejana a quien no veía desde hacía más de treinta años.
Ella me explicó que esa plaza era memorable, allí se armaban casamientos,
parejas, noviazgos, traiciones, bautismos, padrinazgos, futuros negocios, etc.
Yo trataba de comprender el sentido del oxígeno, fue
en vano: todas las miradas convergían a mí, inexorables. Entonces se me ocurrió
echar a correr el rumor de que ese día era el día de los ojos muertos, en
recordatorio de un santo poco conocido que hacía milagros con la vista de los
enfermos. De más está decir que cientos se aproximaron con el objeto de que les
diese más información, me sentí horrible. Así que les dije que rezasen por mi
alma ya que les contaría secretos antiguos. En un santiamén, cerca de dos mil
personas, o sea, todo el pueblo se acercó hacia donde estaba y hasta me dieron
un micrófono para oír mejor mi voz. Juro que hubiese huido de allí, mi prima me
miraba con devoción y sus amigos querían besar mis manos. Así que de un tirón
dije unas palabras mágicas, algo así como que en tiempos de oscuridad hay que
saber ver la belleza de las pequeñas cosas. Unos abuelos jubilados que estaban
por allí me recordaron que aún no habían cobrado y que su dinero andaba de
banco en banco sin saber ellos, adónde acudir para solucionarlo. Supe que no
iba a resolver ningún problema, y así se los hice saber, pero agregué: en
conmemoración del día de los ojos muertos hay que escuchar música y además oír
el silencio. En unos segundos una banda de músicos, todos ellos adolescentes,
hicieron una revolución melódica en la plaza. Todos acompañaban con palmas y yo
aproveché para salir de ahí rápidamente. No me gusta ser centro de atención de ningún
pueblo, menos este, que tiene fama de ser morada de muertos. Y si hay algo que
aprendí es que, más acá o más allá, tenemos un final común y yo prefiero morir
en los pueblos vivos de ojos abiertos, para eso hay que vivir y dejar vivir con
los ojos puestos en los buenos sentimientos.
Mi prima me vio correr y corrió para preguntarme qué
podíamos hacer con los jubilados que no cobraban y les dije que el santo de los
ojos muertos solía hacer días de protesta los lunes. Después de todo, qué es
sino estar vivo acordarse también de los que luchan por su supervivencia.
Luego de todo eso, parece que al pueblo se lo tragó
la tierra, una de dos: o fueron abducidos sus habitantes por alguna nave
espacial o creció tanto que cambió de nombre y es una gran ciudad que tampoco
recuerdo. O habrá alguna otra razón que la historia no recuerda.
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